A vueltas con la custodia compartida (I)

por | Mar 19, 2020 | 0 Comentarios

Desde hace ya tiempo, no de ahora, este que aquí escribe alberga el pleno convencimiento de que tenemos en España una consideración social y jurídica del divorcio que parece más propia del siglo XIX que del momento actual que vivimos. Dicho así tal cual, a conciencia y con toda la intencionalidad posible. Una situación que resulta más llamativa todavía si tenemos en cuenta los grandes avances realizados en lo que al casarse o emparejarse se refiere y con los que hemos conseguido ponernos, ahí sí, en la más plena vanguardia mundial.

O lo que es lo mismo y resumiendo, que a la hora de ir al altar o al registro —eso según cada uno vea— lo hacemos con toda la modernidad del mundo mientras que cuando toca partir merienda nos separamos sin embargo como lo hubieran hecho nuestros bisabuelos de haber tenido la ocasión.

¿Y por qué digo esto? Pues porque tengo la impresión, fundamentada en no pocos casos, de que las actuales prácticas cuando llega el momento de ir cada uno por su lado —sobre todo a la hora de asignar la custodia de los hijos— reproducen como pocas otras cosas aquella viejuna idea de que el papel femenino se limita a lo que tuviese que ver con el hogar y con la crianza de los hijos.

El resultado final del asunto está claro y tengo por seguro que más de uno conocemos ejemplos cercanos: señora hipotecada con el cuidado de las criaturas, atada con visitas al médico, tutorías en el colegio y deberes de cada día. Que se pelea porque el niño coma, duerma a su hora o recoja su cuarto y que atiende además a los cumpleaños varios de los compañeritos del colegio o las extraescolares. ¿Les suena? Pues añado más aún. Con serios problemas por tanto para desarrollar su carrera o incluso para rehacer su vida sentimental.

El papá entretanto queda libre por entero de cargas y gravámenes. Dedicado a vivir la vida por el módico precio de la pensión alimenticia que le haya sido establecida y complicándose la vida, cuando eso ocurre, cada dos fines de semana si acaso. Con algún individuo que otro —¡y créame que de esos también hay!— capaz de endilgarle los nenes a los abuelos para largarse de movida el fin de semana con su nueva pareja. Compañera en ocasiones de un trabajo en el que continúa él subiendo como la espuma mientras la sufrida ex renuncia a no pocas expectativas laborales.

Aunque tal vez lo peor de todo este asunto esté en que haya quien todavía llame feminista al modelo de custodia exclusiva. Y se afane con redoblado empeño, bajo el pretexto de defender a la mujer, en cerrar el paso a cualquier iniciativa en pro de la custodia compartida. Sin darse cuenta de la concepción decimonónica de lo femenino que supone tal planteamiento y de la condena —eso es peor todavía— a la que está sometiendo con ello y muchas veces a la mujer que se dice defender.

Pero… ¿dónde está la raíz de la problemática? En mi opinión, sencillamente, en que tendemos con demasiada frecuencia a considerar la custodia como un derecho de los progenitores. Algo que a uno le puede corresponder y que no estamos dispuestos a ceder, y no como lo que en realidad es: una obligación hacia los menores. El lenguaje nos suele traicionar, como en tantas otras cosas, y resulta harto frecuente escuchar expresiones como “me han concedido la custodia” o “no me han dado a los niños” en lugar de hacer referencia a las obligaciones que esto supone.

No me quita nadie el convencimiento de que mucho empezarían a cambiar las cosas el día en que se reenfocara la cuestión y las señoras empezasen a reclamar sus verdaderos derechos, solicitando a los juzgados aquello que en puridad deberían pedir para ejercer de feministas: que se obligase —sí, obligar, no hay que tener miedo al término—a que los padres ejercieran de padres en igualdad a ellas.

Aunque el análisis de tal posibilidad, que también es cosa sustanciosa, lo dejaremos para un segunda parte del post.

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