Vaya por delante que lo que estamos viviendo en España durante estos días, con la expansión del puñetero coronavirus y la declaración del estado de alarma, es cosa bastante más que grave. Una situación sin precedentes que constituye casi con total seguridad la mayor crisis a la que muchos, al menos desde mi generación hacia abajo, hemos tenido que enfrentarnos nunca.

Cuando me pongo a redactar estas líneas, después de cinco días de confinamiento, son más de ochocientos fallecidos y casi dieciocho mil infectados los que aparecen ya en la suma. Una cifra por completo acojonante y de la que si alguna certeza tenemos —esa es la verdadera jodienda— es la de que va a seguir incrementándose sin tregua ni piedad hasta sepa Dios cuánto.  Hasta hacer añicos las estadísticas y dejar chico cualquier temor que sobre la evolución de la epidemia pudiésemos haber albergado antes. Números lúgubres que no reflejan sino el dolor de muchas familias tocadas para siempre por la pérdida de un ser querido o por el miedo atroz a perderlo.

Y sin embargo, en medio de todo este caos de pánico y confusión en el que nos sumergimos de modo creciente, sin restarle un ápice de gravedad al asunto, me van a permitir quedarme con lo que de solidario y bueno se manifiesta día tras día en mil rincones de esta España nuestra. Que no es poco desde luego ni carente de ejemplos. Desde todos aquellos que en los hospitales y en los coches patrulla se dejan la piel por mantenernos seguros hasta el sufrido personal de los super o la impagable labor los repartidores. Pasando por informáticos, cuidadores, periodistas y tantísimos otros que redoblan esfuerzos para que las cosas, en la medida de lo posible, sigan adelante.

Pero hoy, y vuelvo a insistir en que sin quitarle una pizca de mérito a todos aquellos a quienes su trabajo los mantiene al pie del cañón, me voy a quedar con todos esos otros gestos altruistas que inundan nuestras casas y balcones desde que se decretó el confinamiento. Como la multitud de artistas que ofrecen gratis su espectáculo para sobrellevar los días de encierro, las editoriales que liberan lecturas o las operadoras que han incrementado sin coste los megas disponibles. Me quedo con el vecino que se ofrece a quien no puede moverse para traerle la compra, con el que dirige desde el balcón la sesión de zumba o con quien sube a la red ideas para entretener a los niños.  Cada uno según puede o sabe. Gente admirable como el médico voluntario que regala durante estos días consultas por la Red o quien sin pedir nada a cambio escribe cartas de ánimo a los que permanecen en el hospital. Con aquellos, en definitiva, que dejaron de coser zapatos para hacer mascarillas o con el agricultor que ofrece sus medios para fumigar desinfectante por las calles.

Son pequeñas cosas. Mucho menos importantes tal vez que la lucha sanitaria o el mantenimiento de los servicios y suministros mínimos. Pero que también gritan en voz bien alta lo grande que sin lugar a dudas es nuestra gente. Se mire el asunto por donde se lo quiera mirar. Cosas que nos recuerdan que mientras la plaga nos azota sin piedad se derrama también imparable por nuestras calles y balcones un torrente de solidaridad muchísimo más fuerte que el virus. Llenándome de optimismo y renovando con ímpetu mi fe en esta gran sociedad que es la nación española. Capaz de vencer a todo lo que nos pongan por delante, aunque sea una pandemia como ésta.

Son además, y el detalle también es importante, gestos que se producen de forma espontánea. Libres por completo como es cualquier acto altruista. Poniendo en relieve con ello lo avanzado de una sociedad como la nuestra, que llegado el momento de lo difícil es capaz de dar la talla y aceptar en libertad sus responsabilidades y el compromiso con los demás. Tal vez por tener más asentado de lo que muchos hubiesen pensado el sentido de la ciudanía y de la responsabilidad.

Quizá radique precisamente ahí otra de las grandes diferencia entre dictadura —no olvidemos lo que todavía es China— y democracia; en que siempre es el Estado el frío protagonista de todo en los regímenes autoritarios mientras que en las democracias avanzadas, como España o Italia, es la sociedad civil la que se vuelca diversa y fructífera en el esfuerzo conjunto por el bien común.

Cada uno a su manera y como mejor sabe. Porque así, entre todos… andrá tutto bene.