Creemos en la separación de poderes. Con firmeza y plenamente. Sin reticencias ni excepciones. Así al menos quisimos grabarlo a fuego en nuestro sistema político, convencidos de que únicamente desde el control exhaustivo de unos poderes por otros es como se construyen y se mantienen las auténticas democracias. Un principio que no debería ser jamás menoscabado y menos todavía en tiempos de alarma, cuando el control al Gobierno se hace más urgente si cabe que en cualquier otro momento.

La decisión de la Mesa del Congreso de suspender la actividad parlamentaria debido a la actual crisis sanitaria es por tanto una mala noticia. Pésima en cualquier caso para la salud democrática del país. Anular mientras dure la excepcionalidad las preguntas al Gobierno, reduciendo con ello la capacidad de nuestros diputados para controlar la acción del Ejecutivo, es una medida que haría que Montesquieu se revolviese inquieto en su tumba. Más todavía con el ejército en las calles y con algunos derechos fundamentales bajo restricción.

Por supuesto, no voy a cuestionar aquí la capacidad del Gobierno para confiscar material necesario a la hora de afrontar la crisis. O para nombrar agentes de la autoridad a los militares —y mira que luego hay quien se pasa la vida desdeñando al Ejército— o para mandarnos a todos a casita. No seré yo, eso desde luego, quien cuestione nada de eso ni la necesidad de ninguna de las otras medidas incluidas en el Real Decreto del estado de alarma. Mucho menos a la vista de lo que está cayendo. Lo que no quita sin embrgo para que un servidor considere más que conveniente, en paralelo a tanto poder como se otorga al Gobierno, incrementar en similar proporción la contrapartida de supervisión. Y no disminuirla precisamente, que es lo que ha determinado, para mi gusto con ligereza, la Mesa del Congreso.

Mucho menos todavía en el tiempo en el cual vivimos. Una época en la cual los medios tecnológicos y las comunicaciones disponibles hubieran hecho más sencillo que nunca el que los diputados continuaran desarrollando su actividad con plena normalidad desde su domicilio. Y controlando por tanto que no se sobrepase límite legal ni ético ninguno en esta situación anómala que vivimos. Que es, por otra parte, una de las funciones por las que cobran.

Es curioso que se haya enviado a miles de empleados a «teletrabajar», en ocasiones con precariedad de medios o con una formación cuanto menos apresurada, y que no se haya hecho lo mismo con nuestros altamente formados diputados. Que se nos pida a los docentes improvisar clases on-line y a nuestros alumnos adaptarse de la noche a la mañana a las diferentes plataformas de educación a distancia, y que nadie sin embargo haya pensado en requerir lo mismo a los representantes de la soberanía nacional.

¿Tan complicado para nuestro sistema parlamentario hubiera sido implantar una videoconferencia? ¿Tan complicado para un ministro responder por medios telemáticos a las preguntas que se le formulen desde el Congreso? No lo hubiera sido, está claro. La suspensión decretada, elegida para más inri por el órgano rector de la cámara, no deja de ser así una dejación intolerable de funciones. Injustificada se la mire por donde se la quiera mirar.

Todos y cada uno de nuestros trescientos cincuenta diputados disponen de conexión a internet de banda ancha en sus domicilios. De hecho la paga el Congreso —usted y yo en definitiva— junto con la tablet u ordenador y el móvil que reciben al tomar posesión. El famoso “kit tecnológico” que se les entrega incluso antes de posar por primera vez el culo en el escaño.  ¿Por qué, si se les presupone conectados, si vivimos en la sociedad de la información y la comunicación, la única alternativa ha sido el suspender sin más la actividad parlamentaria?

Piensa mal y acertarás, decía el refrán. Y resulta difícil, la verdad sea dicha, quitarse el estribillo de la cabeza en estos momentos. Aunque la cuestión a resolver en este caso es sobre qué exactamente pensar mal.

Si es algo con intención política —desarticular críticas y dejar manos libres al Gobierno para gestionar la excepcionalidad constitucional— la cosa resulta como poco fea. Si es por otros motivos, casi peor. Porque si nuestros diputados pueden estar quince días o un mes con su actividad suspendida —cobrando, eso sí, por estar en casita— y sin que nada se note, a lo mejor resulta que donde habría que plantear un ERTE a conciencia es en la carrera de San Jerónimo. Dejar en su sitio a los leones, que salen baratos, y mandar al resto a freír monas. Y no durante la epidemia solo.